Un pueblo indestructible
DAVID JIMÉNEZ desde Mianyang (China)
19 de mayo de 2008.- Llevan una semana trabajando, sin apenas dormir o comer. Son miles y tratan de salvar a sus compatriotas en un esfuerzo titánico contra todas las adversidades. El espíritu de los voluntarios, soldados y servicios de emergencia chinos es el mismo que ha levantado a este país una y otra vez, no importa las veces que haya sido arrodillado por invasores extranjeros o déspotas propios.
19 de mayo de 2008.- Llevan una semana trabajando, sin apenas dormir o comer. Son miles y tratan de salvar a sus compatriotas en un esfuerzo titánico contra todas las adversidades. El espíritu de los voluntarios, soldados y servicios de emergencia chinos es el mismo que ha levantado a este país una y otra vez, no importa las veces que haya sido arrodillado por invasores extranjeros o déspotas propios.
China se sabe en un momento importante de la historia, el país ha vivido una gran transformación en las últimas tres décadas y sus ciudadanos, quizá por el tiempo perdido, caminan más rápido, trabajan más duro y miran más lejos que la mayoría de nosotros. El terremoto que ha arrasado esta región de Sichuan difícilmente será más que un bache en el camino hacia la inevitable emergencia de lo que ya es una nueva potencia internacional.
En este mismo blog, cualquier noticia negativa que se escribe sobre China es respondida con comentarios que me acusan de formar parte de alguna extraña conspiración internacional que no desea que los chinos cumplan sus aspiraciones. Siempre omiten el mismo detalle, el más importante: mi crítica nunca es contra un pueblo al que he admirado desde que pisé el país por primera vez hace 10 años, sino contra la pequeña camarilla de dictadores que lo gobiernan.
Y, sin embargo, no me cuesta reconocer que esos mismos líderes que a menudo manipulan, reprimen y tratan deshumanizadamente a su pueblo están dando ahora un ejemplo de cómo responder a sus necesidades en tiempos de crisis. De la misma forma que el mundo se les ha echado encima justificadamente en los últimos meses, recordándoles la represión en el Tíbet o la detención de disidentes por el único delito de pensar diferente, es de justicia reconocer los reflejos, la eficacia y la sincera compasión que han demostrado en su respuesta tras el seísmo.
Camiones llenos de asistencia viajaban en dirección a las zonas afectadas apenas dos horas después de haberse producido el terremoto, fuerzas especiales han caído del cielo en paracaídas para acceder a zonas más remotas y el primer ministro Wen Jiabao, una de las caras amables del régimen, se ha alzado sobre las ruinas para recordarle a sus compatriotas, megáfono en mano, que nadie será abandonado. Wen no se ha limitado a visitar la zona, hacerse unas fotos y volver a su despacho de Pekín, el ABC del político ante la tragedia. Ha estado, días tras día, trabajando sobre el terreno, consolando a los heridos y dirigiendo las operaciones.
Decenas de miles de afectados se sienten abandonados -¿cómo podría ser de otra forma cuando lo has perdido todo?- y la buena voluntad ha ido a veces acompañada de caos, falta de medios y los tics propagandísticos propios del régimen comunista. Pero ante un desastre de semejante magnitud, con cinco millones de personas sin hogar, habría sido difícil hacer más en menos tiempo.
En los últimos años he cubierto para El Mundo de España, tifones en Filipinas, el gran tsunami del Índico o los terremotos de Cachemira en Pakistán y Java en Indonesia. En todos ellos he visto grandes muestras de compasión y solidaridad, seguramente por la forma en la que los desastres naturales igualan en la desgracia a pobres y ricos, reforzando la sensación de comunidad. En ninguno de esos desastres, sin embargo, encontré la capacidad de movilización nacional, la determinación de salir adelante y el sentimiento de unión que ha recorrido las zonas afectadas de Sichuan estos días. Es, sin duda, el espíritu y la fortaleza de un pueblo que ha sufrido como pocos y que, en el camino, se ha hecho indestructible.
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